Según un informe de la española Red de Entretenimiento e Información (REDEI), el fumar tabaco fue una costumbre religiosa, medicinal y ceremonial en la vida tribal americana precolombina. Llevado a España por Cristóbal Colón (1451-1506), su uso se extendió rápidamente por Europa. Naturalmente, poco y nada tienen que ver los actuales cigarrillos con los que fumaban los americanos originarios antes de la llegada de Colón. A los cigarrillos de hoy en día -además del papel- para su elaboración se le agregan, mediante un proceso denominado "moja", una enorme cantidad de aditivos con el propósito de mejorar su sabor.
Para algunos, el fumar evita la fatiga y el aburrimiento, y mejora la coordinación de diversas tareas rutinarias, además de aumentar la actividad en tareas que implican rapidez de reacción, vigilancia y concentración. También -se dice- calma los nervios y relaja los músculos durante períodos de estrés. La falta de motivación sería el principal problema para dejar de fumar, a lo que se suma la aceptación social del hecho de fumar, ya que no afecta el comportamiento de los individuos.
Para los artistas en general y para los escritores en particular, el fumar parece ser un compañero inseparable de la creación, y haciendo una rápida lista entre fumadores de cigarrillos, cigarros y pipa, se pueden mencionar a Ciro Alegría, Max Aub, Paul Auster, Pío Baroja, James M. Barrie, Charles Baudelaire, Simone de Beauvoir, Juan Benet, Roberto Bolaño, Bertolt Brecht, Charles Bukowsky, George Gordon Byron, Guillermo Cabrera Infante, Albert Camus, Camilo José Cela, Raymond Chandler, Gilbert K. Chesterton, Arthur Conan Doyle, Joseph Conrad, Julio Cortázar, John Dos Passos, Alexandre Dumas, William Faulkner, Gustave Flaubert, Jean Genet, André Gide, Ramón Gómez de la Serna, Máximo Gorki, Jorge Guillén, Dashiell Hammett, Patricia Highsmith, Ernest Hemingway, Henry James, James Joyce, Rudyard Kipling, José Lezama Lima, Clarice Lispector, Antonio Machado, Carson McCullers, Thomas Mann, Juan Marsé, Henry Miller, Jean Poquelin Moliere, Juan Carlos Onetti, José Ortega y Gasset, George Orwell, Cesare Pavese, Octavio Paz, Benito Pérez Galdós, Fernando Pessoa, Arthur Rimbaud, Andrés Rivera, Juan Rulfo, Bertrand Russell, Pedro Salinas, George Sand, Jean Paul Sartre, Georges Simenon, William Somerset Maugham, Susan Sontag, Osvaldo Soriano, Robert Louis Stevenson, Italo Svevo, John R.R. Tolkien, Mark Twain, John Updike, Julio Verne, Boris Vian, Enrique Vila Matas, Walt Whitman, Oscar Wilde, Emile Zola...La literatura no sólo está colmada -como se puede apreciar- de autores fumadores. También se ha ocupado infinidad de veces del cigarrillo como tema, apareciendo en la boca tanto de entrañables personajes como de rufianes de baja estofa. Lo que sigue son algunos cuentos breves de autores argentinos elegidos al azar que se refieren al tema:
FUMAR
Rolo Diez (1940)
El Che escribió sobre el vínculo establecido entre un combatiente y su tabaco.
Entre ráfaga y demolición, llamados al recreo por un cigarrillo, X, XX y XXX se acomodaron tras la protección de una heladera que nadie podría decir cómo llegó al asfalto y se convirtió en barricada. Palabras más o menos, Guevara habló de la compañía brindada por la lenta combustión vegetal, la cálida vecindad de la brasa y el baile del humo echado al aire. El humo es esencial en la "puesta" de una fumada. Al parecer, los ciegos fuman menos que los sordos y los mudos. Quienes no pueden ver las azuladas serpentinas arrojadas por el cigarro se pierden la mitad de la fiesta, y, por eso mismo, se interesan menos en el asunto.
Sin recordarlo o sin saberlo, X, XX y XXX van a poner en escena un tema clásico: los fumadores son tres, tres son los cigarros y hay un solo fósforo para encenderlos. La voz popular dice que el último en prender su cigarro morirá. Sin saberlo o sin recordarlo, X extrajo el fósforo de la caja de Ranchera, lo llevó hacia la lija y lo frotó. Guerrillero con su puro, Guevara viene bien en estos tiempos en que lo "correcto" es satanizar a socialistas y fumadores. Si alguien rechaza el capitalismo salvaje y afirma que la globalización económica del planeta se levanta sobre el hambre de millones de personas, le contestan con la locura de Pol Pot y los crímenes de Stalin, como si una infamia se justificara por otra; y si el adicto tabacalero sostiene que los automóviles contaminan cien o quinientas veces más que su modesto humo, le explican imperativos de la economía del planeta: "Prohibir a los fumadores es posible, pero el mundo viaja en cuatro ruedas, y, aún lanzado de cabeza a un agujero negro, debe hacerlo a buena velocidad e impulsado por petróleo".
X ofreció fuego a XX y así comenzó la escena clásica. A una Z distancia en la trinchera de enfrente, formada con una máquina de coser, dos perros muertos y un bote de basura, el tirador Y, del bando enemigo, vio la llama y la buscó con su fusil. Pausa. Chiste de fumadores: un tipo va a comprar cigarros, pide su marca y encuentra en ella esta leyenda "Fumar provoca impotencia". Se detiene a observar otras cajetillas que prometen la muerte. Impactado por el anuncio, decide cambiar de marca y le dice al vendedor: "Mejor déme uno de esos de etiqueta roja, ese, el de los tumores".
X ofreció fuego a XXX y el tirador Y apuntó cuidadosamente su fusil. El Che era asmático y fumaba. Cierto es que no lo mató el cigarro sino su principal enemigo, pero también es cierto que Guevara no dio chance. Si se hubiera preocupado más por él mismo que por los demás no hubiera sido condenado a muerte por la CIA y los militares de la sociedad occidental, ni hubieran guardado sus manos cortadas en un frasco de formol, ni su fantasma se permitiría ironizar sobre el culto a San Ernesto de La Higuera, ni su rostro indomable recorrería el mundo en posters y camisetas adolescentes, y, así, bien portado y bien pagado (que para algo se estudia en la universidad), el doctor Guevara podría haberse ido de la vida bien fumado, con su enfisema y su tumor.
La conocida trama de los hechos llegó al instante en que le tocaba a X encender su cigarrillo. El tirador Y había hecho ya los aprontes necesarios y se dispuso a disparar. X echó la primera bocanada de humo y sintió junto a su oreja el silbido de una bala. La leyenda de que si se encienden tres cigarros con un mismo fósforo el último fumador muere nació en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. La explicación era sencilla: mientras actuaban el primero y el segundo, el tirador afinaba su puntería, cuando llegaba el turno del tercero, le volaba la boca de un disparo. Eso sí, la leyenda requiere de tiradores que no fallen. Con chambones es distinto.
EL CIGARRILLO
Enrique Anderson Imbert (1910-2000)
El nuevo cigarrero del zaguán -flaco, astuto- lo miró burlonamente al venderle el atado.
Juan entró en su cuarto, se tendió en la cama para descansar en la oscuridad y encendió en la boca un cigarrillo.
Se sintió furiosamente chupado. No pudo resistir. El cigarro lo fue fumando con violencia; y lanzaba espantosas bocanadas de pedazos de hombre convertidos en humo.
Encima de la cama el cuerpo se fue desmoronando en ceniza, desde los pies, mientras la habitación se llenaba de nubes violáceas.
CONCIERTO PARA VIOLIN Y ORQUESTA OP. 61
Angel Balzarino (1943)
Primero fue un dolor indefinido en el pecho, después, un cosquilleo en el fondo de la garganta, por último, el estallido de una tos seca y perentoria. Entonces permaneció inmóvil, hundido en el asiento como si fuera una barrera protectora, paseando los ojos en torno, tímidamente y con temor, a la búsqueda de algún signo de alarma o reconvención en los demás; pero, al parecer, no habían reparado en eso, pues todos se encontraban cómodamente arrellanados en sus butacas, la mirada clavada en el escenario, los rostros imperturbables, denotando una profunda concentración en cada nota del concierto.
El alivio no se prolongó demasiado. Cuando de nuevo se vio sacudido por una furiosa catarata, percibió detrás de él una voz malhumorada ordenándole silencio. Se limitó a realizar un gesto con la mano en señal de disculpa y luego, en una denodada lucha contra el tiempo, comprendió que debía hacer algo antes de que sobreviniera el próximo ataque de tos. Ya no era suficiente el pañuelo, ni esperar la ayuda del impetuoso tronar de la orquesta. Sin duda lo mejor era retirarse de la sala; pero el hecho de levantarse, cruzar entre las numerosas piernas extendidas, convertirse en una figura que obstaculizara la visión del escenario, lo hizo desistir de inmediato. La certeza de hallarse apresado en el asiento resultaba una experiencia inédita, que de pronto lo sumió en un estado de intranquilidad, angustia y hasta miedo; por eso, poco a poco, fue perdiendo toda atención en el desarrollo del concierto y solamente quedó pendiente de la ineludible invasión de la tos. Y cuando por fin ocurrió, como único acto de defensa, se inclinó hacia adelante mordiendo el pañuelo. Permaneció así, el rostro apoyado en las rodillas, procurando atenuar cualquier sonido, hasta que la convulsión de su pecho fue desplazada por una dosis de malestar y agotamiento.
- Señor, sírvase uno.
Levantó la cabeza, algo sorprendido por el ruido del papel rasgado con cierta violencia y la voz de la mujer, suave y cordial. Observó el rostro sonriente, la mano tendida, el tentador paquete de caramelos.
- Tiene la garganta muy seca. Un caramelo lo aliviará. Pruebe.
- Vamos, amigo -intervino el hombre que estaba sentado a su lado-. La señorita tiene razón. No puede seguir así toda la noche.
- Está bien -debió admitir que podía ser una buena solución; con cuidado, tratando de evitar el estridente roce del papel, tomó un caramelo-. Gracias.
- ¿Me permite, señorita? -exclamó un joven sentado en la butaca de atrás, interponiéndose entre la mujer y él-. Yo también siento una molestia en la garganta. El cigarrillo, sabe.
- Por supuesto. Sírvase. Y usted, ¿gusta uno? Amablemente dispuesta, ella se dio vuelta y ofreció el paquete de caramelos a las otras personas, que enseguida se mostraron ávidas y jubilosas, como si hubieran descubierto la fuente de una nueva y fascinante diversión.
- Oh, es usted muy atenta.
- ¡Qué suerte! Yo me olvidé de comprar.
- De chocolate, como me gustan a mí. Gracias, señorita.
No pudo comprender, creyó debatirse en un sueño absurdo y tumultuoso. De repente, el inusitado esfuerzo que había realizado durante largos minutos para ahogar la tos, se tornaba completamente estéril, sin ningún sentido ante la algarabía que fue creciendo más y más. Ya nadie pareció preocuparse por guardar silencio. Como en una especie de contagio colectivo, los accesos de tos, sin disimulo, surgieron en diversos puntos. Numerosos paquetes de caramelos se abrieron con impaciencia; el rumor de las voces, chillonas y confusas, empezó a cubrir el ámbito.
Sintió el deseo de protestar, de exigir una cuota de mesura y decoro. Pero, al dirigir la mirada hacia el escenario, supo que ya era tarde e inútil. La orquesta había dejado de tocar. Los músicos, inmóviles, sostenían los instrumentos en una postura ausente.
Le costó aceptar que hubiera concluído el concierto y atribuyó semejante actitud a una muestra de fastidio y reprobación. No obstante, todo adquirió un carácter fantásticamente increíble al observar que el director se hallaba de frente a la platea, con un aire algo desafiante, como si quisiera ejercer un dominio absoluto. Porque fijamente erguido, el rostro grave y absorto, la mano derecha esgrimiendo la batuta con asombrosa habilidad, trató de imponer el ritmo adecuado al concierto de toses, papeles destrozados y charla bulliciosa que colmaba poderosamente la sala.
FUEGO
Juan Filloy (1894-2000)
Compadrito y audaz, ahí va Rickie. Chomba celeste y pantalón vaquero. Patillas en forma de reja de arado y profusa melena casi enrulada sobre la nuca. Con porte insolente, que parece dueño del mundo, ahí va Rickie.
Salió del Bar Tokyo en dirección al oeste por la calle San Martín. A pocos pasos abrió el paquete de Parliament que tenía en la mano. Después de encender un cigarrillo, alguien caminando apurado, golpeóle el codo haciendo caer su caja de fósforos de palo.
- Perdone, amigo, fue sin querer.
Expeliendo con moroso fastidio la primer bocanada, lo miró de arriba abajo y, abruptamente, crispado de ira, pateó la caja sembrando de palitos la vereda. Dos cuadras después, detenido a charlar con un compinche vendedor de frutas, quiso encender otro cigarrillo.
- ¿Tenés fuego?
- No.
Sin decir nada, la faz atribulada por rictus de impaciencia, escrutó uno a uno los hombres que pasaban. ¡Al fin venía uno fumando!
- Déme fuego ¿quiere?
- Con mucho gusto; y le extendió el pucho para que encendiera.
La respiración del humo rubio pareció borrar balsámicamente su fastidio. Como no agradeció al favor, el hombre que lo hizo se lo recordó con sorna:
- Gracias... Y acentuando la misma, agregó:
- Tenga también la caja. Es la suya. Yo recogí los fósforos del suelo...
- ¡Ah, sí! -farfulló.
Y arrebatándosela brutalmente, brutalmente la estrelló en medio de la calle.
- Vaya, recójala otra vez...
TABACO
Mauricio Montiel Figueiras (1968)
La primera vez que vio el Impala encendido, el filtro apenas manchado de lápiz labial rozando delicadamente la superficie de la mesa mientras el resto del cigarro -apoyado en el borde del cenicero con el emblema de un motel borrado a medias por los años- parecía señalar con un impasible dedo de humo un punto fijo en el techo, no sintió miedo sino sólo estupor, el vago asombro que provoca toparse con el epílogo de un acto que de momento no se recuerda haber perpetrado. De entrada pensó que, por un descuido nada común en él, había olvidado apagar el cigarro antes de abandonar a toda prisa del departamento para su cita de las seis de la tarde; pero esta idea fue inmediatamente sustituida por otra, remplazada a su vez por otra y otra más hasta formar una cadena lógica que lo paralizó unos segundos. El fumaba Marlboro y no solía -pero claro que no- pintarse la boca, Impala era una marca de su juventud que había desaparecido del mercado décadas atrás y que nunca -¿nunca, de veras?- había probado, ningún cigarro del mundo podía permanecer prendido -consultó al reloj en la mesa de la sala- cerca de cinco horas sin consumirse, alguien lo había encendido no mucho tiempo antes de que él abriera la puerta: la misma intrusa que había exhumado de su umbrío rincón en la alacena el cenicero con el logotipo de un motel perteneciente a su remoto pasado sentimental; el mismo fantasma que había dejado como única huella de su incómoda presencia un dedo azul, delgadísimo, que apuntaba hacia arriba culpando a la lámpara de techo -la de pie era la que él había prendido al salir por la tarde, y desde su esquina arrojaba una macilenta y sesgada luz sobre los muebles de la sala- de un crimen insondable. Inquieto aunque no temeroso, accionó los otros interruptores del apartamento para desterrar una penumbra en la que sólo relampagueaba el humo casi fluorescente del cigarro; revisó recámara, estudio, clósets, baño, comedor y cocina hasta confirmar lo que de antemano sabía: nada estaba fuera de su sitio salvo el cenicero. Luego regresó a la sala, se sentó en el sofá, se llevó el Impala a los labios y le dio una calada profunda: el acre sabor del tabaco barato le inundó el paladar aunado al regusto del lipstick y a una sensación que no pudo reconocer pero que asoció con el húmedo letargo que sobreviene después de un coito rabioso. Envuelto en esa crisálida de humedad entró de puntillas al blando territorio del sueño sin sueños donde la brasa de un cigarro parpadeó toda la noche, iluminando a intervalos más o menos regulares una boca que rodeaba frenética un oscuro símbolo fálico.
La segunda vez que vio el Impala encendido fue al día siguiente: la misma posición, el mismo pálido rastro de lápiz labial, el mismo viejo cenicero que la mujer de la limpieza había lavado y devuelto a su lugar por la mañana, el mismo dedo admonitorio apuntando al techo entre las sombras de la sala alteradas únicamente por la luz de la lámpara de pie, el mismo estupor seguido de un veloz manoseo de interruptores y un registro del apartamento aderezado de una mínima dosis de pánico que culminó de nuevo en el sofá, de nuevo con el ineludible gesto de llevarse el cigarro a los labios y darle una honda calada que en un santiamén lo depositó en su más temprana adolescencia. Ante sus ojos atónitos comenzaron a desfilar, como emitidas por una moviola un tanto temblorosa, imágenes relacionadas con su iniciación en los ritos siempre impalpables del tabaco: el acertijo sin respuesta que para él representaba el camello de perfil en la cajetilla de Camel, primera marca elegida entre los rescoldos de una absurda pasión infantil por Egipto y sus esfinges impávidas; el primer cigarro fumado a escondidas en un lote baldío cercano a la casa paterna y los primeros carraspeos, las primeras flemas arrojadas a una espesura que vibraba con el vuelo invisible de mil insectos estivales; la primera polución nocturna debida a un sueño donde él, encarnando al émulo de Dick Tracy que es el emblema inamovible de Faros, oteaba desde su atalaya el paraje marítimo de la cajetilla sólo para descubrir un barco en cuya proa viajaba una mujer desnuda, sin facciones, que lo llamaba con un lánguido ademán en el que brillaba como un sol minúsculo la punta de un cigarro; la experimentación con diversas marcas cuyos slogans acompañaron las primeras incursiones en los terrenos untuosos del onanismo: Baronet ("Porque me gustan"), Kent ("Los únicos con el exclusivo filtro Micronite"), Viceroy y un melancólico etcétera de humo que más tardó en intentar domesticar su garganta que en evaporarse. Luego la preparatoria, las colillas escondidas en un tubo de desagüe de la casa paterna que en época de lluvias provocaron que el balcón de su cuarto se inundara revelando -palabras airadas de su madre- su vicio secreto, los tímidos flirteos con alumnas de otras escuelas amparados por lo general tras una evanescente cortina gris, los amigos que se mofaban de él porque aún no había aprendido a dar el "golpe" al cigarro y eso indicaba que quería pasarse de listo pero con ellos no lo lograría, los estrechos cines que exhibían cintas pornográficas de títulos más hilarantes que seductores y en los que uno podía -o, mejor, debía- fumar para mitigar un poco la irrespirable aleación de semen y telas viejas, la súbita inclinación por los Raleigh originada por la lectura de una pequeña biografía del caballero inglés; inclinación de la que no pudo deshacerse sino hasta años recientes, luego de haber leído en alguna parte la noticia de un suicida del Metro que había olvidado en el andén un portafolios con varios objetos, entre ellos una cajetilla de cigarros de su marca predilecta. Al llegar, sin embargo, a su primer semestre en la facultad de diseño, la moviola pareció atascarse; el cuadro con él a punto de entrar a una ciclópea cafetería universitaria se detuvo y empezó a quemarse del centro hacia los bordes como una película proyectada en un añejo cine de barrio, regresándolo abruptamente -más exhausto que intranquilo- a la sala del departamento que se diluyó tras el humo exhalado por el cenicero. Esa noche soñó con un cuarto de motel cuya asfixiante penumbra era interrumpida por el parpadeo de un televisor que transmitía sin parar, desde una enorme distancia a juzgar por lo opaco que sonaba el jingle, el mismo anuncio: "De cigarro a cigarro... Se impone Impala". A la incierta luz catódica se distinguía un lecho salpicado de manchas oscuras; las sábanas revueltas causaban de algún modo una sensación de violencia recién consumada o casi por consumarse, y entre ellas yacía bocarriba una mujer desnuda, el rostro oculto bajo una almohada, que ofrendaba los pechos a la mano que de pronto irrumpía en escena con un cigarro a medio fumar.
La tercera vez que vio el Impala encendido le vino a la mente de inmediato un nombre que, al pronunciarlo en voz alta en la lúgubre quietud del apartamento, se deshizo en dos sílabas humeantes, dos aros perfectos y azules que bogaron unos segundos entre las sombras: Dia-na. Estupefacto, sin pensar siquiera en emprender su ceremonia de interruptores, se dejó caer en el sofá alumbrado por la lámpara de pie, presa de una lasitud de la que por un instante creyó que jamás saldría. Algún resorte inconsciente hizo que sus dedos -lentísimos- se desplazaran hasta el cenicero, que su boca -adormecida- diera una calada al cigarro, que sus ojos -entrecerrados- recuperaran la imagen que el día anterior se había atascado en la moviola del recuerdo. Ahí estaba él, flamante alumno de diseño, entrando a una ciclópea cafetería universitaria en uno de los descansos entre clase y clase, dirigiéndose a la barra para comprar un refresco y un bisquet, buscando con la mirada una imposible mesa vacía. Y ahí estaba Diana, una de sus compañeras con la que apenas había cruzado unas frases; o más bien la mano de Diana aleteando entre la multitud matutina para llamar su atención, el rostro blanco de Diana recibiéndolo con una sonrisa donde brillaba un tenue vestigio de lápiz labial, los pechos generosos de Diana insinuando la ausencia de sostén a través de la delgada tela de una blusa sobre la que se derramaba una copiosa cabellera de ébano. Ahí estaba él, huraño como siempre, intentando concentrarse en vano en su desayuno tardío, escuchando con mayor interés del que hubiera deseado el ronco soliloquio de Diana sobre las ventajas de ser diseñador, recordando las historias que la ubicaban entre los mejores y más fáciles acostones de la facultad. Y ahí estaba ella, insólita y astuta como siempre, intentando en vano contener la risa al darse cuenta que él no daba el "golpe" al fumar, sacando de su bolso una cajetilla de Impala para prender un cigarro tras otro y exponer -durante más de media hora- los tersos secretos del tabaco. Ahí estaba él, mascullando una invitación al cine que ella aceptaba con una repentina brasa al fondo de los ojos que hacía estremecer imperceptiblemente ese azul donde las pupilas parecían naufragar como antiguas monedas. Y de pronto, sin ningún aviso, ahí estaba la vorágine a la que él se había entregado a lo largo de dos meses que su memoria no había logrado bloquear después de todo: la lengua de Diana exploraba su oído y su boca a la trémula luz de un filme de Catherine Deneuve, la mano de Diana reptaba hacia su bragueta sin mayores preámbulos una vez cerrada la puerta del cuarto número seis del motel en las afueras de la ciudad que acogería sus coitos explosivos, el vello púbico de Diana se enroscaba entre sus dedos como oscuras hebras de tabaco, el torso y la espalda de Diana se volvían el feroz campo de batalla donde empezaban a aparecer diminutas cicatrices que a él lo hacían pensar en quemaduras de cigarro y que ella se negaba a explicar con una sonrisa que se mantenía en su sitio aún al cabo de una furiosa felación, las facciones de Diana empalidecían con el paso del tiempo y se recargaban de un inusitado maquillaje que no podía ocultar la ocasional cicatriz semejante a las que sus blusas escondían, la llorosa madre de Diana disculpaba por teléfono las cada vez más frecuentes faltas de su hija a la facultad y las atribuía a una ambigua dolencia infantil que había regresado intempestivamente, el restirador vacío de Diana era ocupado una tórrida tarde por un bolso y un bloc anónimos. Ahí estaban, implacables como siempre, los rumores: Diana se había visto involucrada en una enfermiza relación con un maestro casado que le doblaba la edad y del que se sospechaba cierto lejano background sadomasoquista que incluía a jóvenes de ambos sexos; no, en realidad ya se había acostado con media escuela de diseño y había partido en busca de nuevas braguetas; no, la verdad era que uno de sus amantes era un alumno del último semestre de arquitectura que había sido expulsado días atrás por un turbio enredo de cocaína; no, se había dejado seducir por un extraño para emular violentamente a la Diane Keaton de Looking for Mr. Goodbar; no, su arrogancia la había llevado a rentar un apartamento frente a la universidad sin decir nada a nadie para ver -triste remedo del Wakefield de Hawthorne- cómo era el mundo en su ausencia; no, había salido del país con su madre -que ya nunca contestaría las llamadas- en pos de un padre que la había abandonado cuando ella no era aún la Diana que todos conocieron, la Diana de los eternos Impala, Diana, Diana, Dia-na.Ahí estaba él, más de veinte años después, hundido en una memoriosa penumbra de la que emergió para enfrentarse con el dedo incriminatorio tejido por un cigarro que aplastó con brusquedad. Supo lo que debía hacer en seguida cuando vio, a través de una súbita bruma que se espesaría minuto a minuto, el logotipo del motel impreso en el cenicero hurtado una noche distante junto a un borroso número de teléfono que pudo descifrar y marcar no sin cierto temblor de anticipación. La voz al otro extremo de la línea -"Motel Habano, a sus órdenes"- le confirmó un rendezvous programado por fuerzas ignotas entre las tinieblas de su pasado. Tomó las llaves del auto, salió con cautela del departamento; el viaje de media hora a las afueras de la ciudad transcurrió contra una estática de fondo producida por una estación mal sintonizada entre la que pareció sonar el viejo aunque íntimo jingle de un anuncio de cigarros. El motel había cambiado poco: quizá una o dos manos de pintura pero ahí estaban las pequeñas palmeras artificiales, ahí esa suerte de luminosa decrepitud teñida de neón que lo había hechizado durante dos remotos meses. A pesar de la bruma que lo envolvía, entorpeciendo sus movimientos, recordaba el ritual al pie de la letra: cuarto seis, el último del primer corredor débilmente iluminado por lámparas infestadas de mosquitos, la tibia llave unida a un hexágono de plástico verde con el emblema del motel -un puro humeante- grabado en trazos dorados. Abrió y cerró la puerta de la habitación con lentitud, permitiendo que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad perturbada por el nervioso parpadeo de un televisor que alguien había dejado sin volumen. Encima del lecho recién destendido -el aire estaba impregnado de un fuerte aroma a almidón- había un cenicero en el que un Impala se deshilachaba, mágico, olvidado de momento por quien estuviera en el baño, bajo cuya puerta cerrada se colaba una esquelética franja de luz acompañada de algo parecido a un ronco canturreo.–¿Diana? -murmuró él, soltando las sílabas como aros azules en la quietud catódica.
Para algunos, el fumar evita la fatiga y el aburrimiento, y mejora la coordinación de diversas tareas rutinarias, además de aumentar la actividad en tareas que implican rapidez de reacción, vigilancia y concentración. También -se dice- calma los nervios y relaja los músculos durante períodos de estrés. La falta de motivación sería el principal problema para dejar de fumar, a lo que se suma la aceptación social del hecho de fumar, ya que no afecta el comportamiento de los individuos.
Para los artistas en general y para los escritores en particular, el fumar parece ser un compañero inseparable de la creación, y haciendo una rápida lista entre fumadores de cigarrillos, cigarros y pipa, se pueden mencionar a Ciro Alegría, Max Aub, Paul Auster, Pío Baroja, James M. Barrie, Charles Baudelaire, Simone de Beauvoir, Juan Benet, Roberto Bolaño, Bertolt Brecht, Charles Bukowsky, George Gordon Byron, Guillermo Cabrera Infante, Albert Camus, Camilo José Cela, Raymond Chandler, Gilbert K. Chesterton, Arthur Conan Doyle, Joseph Conrad, Julio Cortázar, John Dos Passos, Alexandre Dumas, William Faulkner, Gustave Flaubert, Jean Genet, André Gide, Ramón Gómez de la Serna, Máximo Gorki, Jorge Guillén, Dashiell Hammett, Patricia Highsmith, Ernest Hemingway, Henry James, James Joyce, Rudyard Kipling, José Lezama Lima, Clarice Lispector, Antonio Machado, Carson McCullers, Thomas Mann, Juan Marsé, Henry Miller, Jean Poquelin Moliere, Juan Carlos Onetti, José Ortega y Gasset, George Orwell, Cesare Pavese, Octavio Paz, Benito Pérez Galdós, Fernando Pessoa, Arthur Rimbaud, Andrés Rivera, Juan Rulfo, Bertrand Russell, Pedro Salinas, George Sand, Jean Paul Sartre, Georges Simenon, William Somerset Maugham, Susan Sontag, Osvaldo Soriano, Robert Louis Stevenson, Italo Svevo, John R.R. Tolkien, Mark Twain, John Updike, Julio Verne, Boris Vian, Enrique Vila Matas, Walt Whitman, Oscar Wilde, Emile Zola...La literatura no sólo está colmada -como se puede apreciar- de autores fumadores. También se ha ocupado infinidad de veces del cigarrillo como tema, apareciendo en la boca tanto de entrañables personajes como de rufianes de baja estofa. Lo que sigue son algunos cuentos breves de autores argentinos elegidos al azar que se refieren al tema:
FUMAR
Rolo Diez (1940)
El Che escribió sobre el vínculo establecido entre un combatiente y su tabaco.
Entre ráfaga y demolición, llamados al recreo por un cigarrillo, X, XX y XXX se acomodaron tras la protección de una heladera que nadie podría decir cómo llegó al asfalto y se convirtió en barricada. Palabras más o menos, Guevara habló de la compañía brindada por la lenta combustión vegetal, la cálida vecindad de la brasa y el baile del humo echado al aire. El humo es esencial en la "puesta" de una fumada. Al parecer, los ciegos fuman menos que los sordos y los mudos. Quienes no pueden ver las azuladas serpentinas arrojadas por el cigarro se pierden la mitad de la fiesta, y, por eso mismo, se interesan menos en el asunto.
Sin recordarlo o sin saberlo, X, XX y XXX van a poner en escena un tema clásico: los fumadores son tres, tres son los cigarros y hay un solo fósforo para encenderlos. La voz popular dice que el último en prender su cigarro morirá. Sin saberlo o sin recordarlo, X extrajo el fósforo de la caja de Ranchera, lo llevó hacia la lija y lo frotó. Guerrillero con su puro, Guevara viene bien en estos tiempos en que lo "correcto" es satanizar a socialistas y fumadores. Si alguien rechaza el capitalismo salvaje y afirma que la globalización económica del planeta se levanta sobre el hambre de millones de personas, le contestan con la locura de Pol Pot y los crímenes de Stalin, como si una infamia se justificara por otra; y si el adicto tabacalero sostiene que los automóviles contaminan cien o quinientas veces más que su modesto humo, le explican imperativos de la economía del planeta: "Prohibir a los fumadores es posible, pero el mundo viaja en cuatro ruedas, y, aún lanzado de cabeza a un agujero negro, debe hacerlo a buena velocidad e impulsado por petróleo".
X ofreció fuego a XX y así comenzó la escena clásica. A una Z distancia en la trinchera de enfrente, formada con una máquina de coser, dos perros muertos y un bote de basura, el tirador Y, del bando enemigo, vio la llama y la buscó con su fusil. Pausa. Chiste de fumadores: un tipo va a comprar cigarros, pide su marca y encuentra en ella esta leyenda "Fumar provoca impotencia". Se detiene a observar otras cajetillas que prometen la muerte. Impactado por el anuncio, decide cambiar de marca y le dice al vendedor: "Mejor déme uno de esos de etiqueta roja, ese, el de los tumores".
X ofreció fuego a XXX y el tirador Y apuntó cuidadosamente su fusil. El Che era asmático y fumaba. Cierto es que no lo mató el cigarro sino su principal enemigo, pero también es cierto que Guevara no dio chance. Si se hubiera preocupado más por él mismo que por los demás no hubiera sido condenado a muerte por la CIA y los militares de la sociedad occidental, ni hubieran guardado sus manos cortadas en un frasco de formol, ni su fantasma se permitiría ironizar sobre el culto a San Ernesto de La Higuera, ni su rostro indomable recorrería el mundo en posters y camisetas adolescentes, y, así, bien portado y bien pagado (que para algo se estudia en la universidad), el doctor Guevara podría haberse ido de la vida bien fumado, con su enfisema y su tumor.
La conocida trama de los hechos llegó al instante en que le tocaba a X encender su cigarrillo. El tirador Y había hecho ya los aprontes necesarios y se dispuso a disparar. X echó la primera bocanada de humo y sintió junto a su oreja el silbido de una bala. La leyenda de que si se encienden tres cigarros con un mismo fósforo el último fumador muere nació en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. La explicación era sencilla: mientras actuaban el primero y el segundo, el tirador afinaba su puntería, cuando llegaba el turno del tercero, le volaba la boca de un disparo. Eso sí, la leyenda requiere de tiradores que no fallen. Con chambones es distinto.
EL CIGARRILLO
Enrique Anderson Imbert (1910-2000)
El nuevo cigarrero del zaguán -flaco, astuto- lo miró burlonamente al venderle el atado.
Juan entró en su cuarto, se tendió en la cama para descansar en la oscuridad y encendió en la boca un cigarrillo.
Se sintió furiosamente chupado. No pudo resistir. El cigarro lo fue fumando con violencia; y lanzaba espantosas bocanadas de pedazos de hombre convertidos en humo.
Encima de la cama el cuerpo se fue desmoronando en ceniza, desde los pies, mientras la habitación se llenaba de nubes violáceas.
CONCIERTO PARA VIOLIN Y ORQUESTA OP. 61
Angel Balzarino (1943)
Primero fue un dolor indefinido en el pecho, después, un cosquilleo en el fondo de la garganta, por último, el estallido de una tos seca y perentoria. Entonces permaneció inmóvil, hundido en el asiento como si fuera una barrera protectora, paseando los ojos en torno, tímidamente y con temor, a la búsqueda de algún signo de alarma o reconvención en los demás; pero, al parecer, no habían reparado en eso, pues todos se encontraban cómodamente arrellanados en sus butacas, la mirada clavada en el escenario, los rostros imperturbables, denotando una profunda concentración en cada nota del concierto.
El alivio no se prolongó demasiado. Cuando de nuevo se vio sacudido por una furiosa catarata, percibió detrás de él una voz malhumorada ordenándole silencio. Se limitó a realizar un gesto con la mano en señal de disculpa y luego, en una denodada lucha contra el tiempo, comprendió que debía hacer algo antes de que sobreviniera el próximo ataque de tos. Ya no era suficiente el pañuelo, ni esperar la ayuda del impetuoso tronar de la orquesta. Sin duda lo mejor era retirarse de la sala; pero el hecho de levantarse, cruzar entre las numerosas piernas extendidas, convertirse en una figura que obstaculizara la visión del escenario, lo hizo desistir de inmediato. La certeza de hallarse apresado en el asiento resultaba una experiencia inédita, que de pronto lo sumió en un estado de intranquilidad, angustia y hasta miedo; por eso, poco a poco, fue perdiendo toda atención en el desarrollo del concierto y solamente quedó pendiente de la ineludible invasión de la tos. Y cuando por fin ocurrió, como único acto de defensa, se inclinó hacia adelante mordiendo el pañuelo. Permaneció así, el rostro apoyado en las rodillas, procurando atenuar cualquier sonido, hasta que la convulsión de su pecho fue desplazada por una dosis de malestar y agotamiento.
- Señor, sírvase uno.
Levantó la cabeza, algo sorprendido por el ruido del papel rasgado con cierta violencia y la voz de la mujer, suave y cordial. Observó el rostro sonriente, la mano tendida, el tentador paquete de caramelos.
- Tiene la garganta muy seca. Un caramelo lo aliviará. Pruebe.
- Vamos, amigo -intervino el hombre que estaba sentado a su lado-. La señorita tiene razón. No puede seguir así toda la noche.
- Está bien -debió admitir que podía ser una buena solución; con cuidado, tratando de evitar el estridente roce del papel, tomó un caramelo-. Gracias.
- ¿Me permite, señorita? -exclamó un joven sentado en la butaca de atrás, interponiéndose entre la mujer y él-. Yo también siento una molestia en la garganta. El cigarrillo, sabe.
- Por supuesto. Sírvase. Y usted, ¿gusta uno? Amablemente dispuesta, ella se dio vuelta y ofreció el paquete de caramelos a las otras personas, que enseguida se mostraron ávidas y jubilosas, como si hubieran descubierto la fuente de una nueva y fascinante diversión.
- Oh, es usted muy atenta.
- ¡Qué suerte! Yo me olvidé de comprar.
- De chocolate, como me gustan a mí. Gracias, señorita.
No pudo comprender, creyó debatirse en un sueño absurdo y tumultuoso. De repente, el inusitado esfuerzo que había realizado durante largos minutos para ahogar la tos, se tornaba completamente estéril, sin ningún sentido ante la algarabía que fue creciendo más y más. Ya nadie pareció preocuparse por guardar silencio. Como en una especie de contagio colectivo, los accesos de tos, sin disimulo, surgieron en diversos puntos. Numerosos paquetes de caramelos se abrieron con impaciencia; el rumor de las voces, chillonas y confusas, empezó a cubrir el ámbito.
Sintió el deseo de protestar, de exigir una cuota de mesura y decoro. Pero, al dirigir la mirada hacia el escenario, supo que ya era tarde e inútil. La orquesta había dejado de tocar. Los músicos, inmóviles, sostenían los instrumentos en una postura ausente.
Le costó aceptar que hubiera concluído el concierto y atribuyó semejante actitud a una muestra de fastidio y reprobación. No obstante, todo adquirió un carácter fantásticamente increíble al observar que el director se hallaba de frente a la platea, con un aire algo desafiante, como si quisiera ejercer un dominio absoluto. Porque fijamente erguido, el rostro grave y absorto, la mano derecha esgrimiendo la batuta con asombrosa habilidad, trató de imponer el ritmo adecuado al concierto de toses, papeles destrozados y charla bulliciosa que colmaba poderosamente la sala.
FUEGO
Juan Filloy (1894-2000)
Compadrito y audaz, ahí va Rickie. Chomba celeste y pantalón vaquero. Patillas en forma de reja de arado y profusa melena casi enrulada sobre la nuca. Con porte insolente, que parece dueño del mundo, ahí va Rickie.
Salió del Bar Tokyo en dirección al oeste por la calle San Martín. A pocos pasos abrió el paquete de Parliament que tenía en la mano. Después de encender un cigarrillo, alguien caminando apurado, golpeóle el codo haciendo caer su caja de fósforos de palo.
- Perdone, amigo, fue sin querer.
Expeliendo con moroso fastidio la primer bocanada, lo miró de arriba abajo y, abruptamente, crispado de ira, pateó la caja sembrando de palitos la vereda. Dos cuadras después, detenido a charlar con un compinche vendedor de frutas, quiso encender otro cigarrillo.
- ¿Tenés fuego?
- No.
Sin decir nada, la faz atribulada por rictus de impaciencia, escrutó uno a uno los hombres que pasaban. ¡Al fin venía uno fumando!
- Déme fuego ¿quiere?
- Con mucho gusto; y le extendió el pucho para que encendiera.
La respiración del humo rubio pareció borrar balsámicamente su fastidio. Como no agradeció al favor, el hombre que lo hizo se lo recordó con sorna:
- Gracias... Y acentuando la misma, agregó:
- Tenga también la caja. Es la suya. Yo recogí los fósforos del suelo...
- ¡Ah, sí! -farfulló.
Y arrebatándosela brutalmente, brutalmente la estrelló en medio de la calle.
- Vaya, recójala otra vez...
TABACO
Mauricio Montiel Figueiras (1968)
La primera vez que vio el Impala encendido, el filtro apenas manchado de lápiz labial rozando delicadamente la superficie de la mesa mientras el resto del cigarro -apoyado en el borde del cenicero con el emblema de un motel borrado a medias por los años- parecía señalar con un impasible dedo de humo un punto fijo en el techo, no sintió miedo sino sólo estupor, el vago asombro que provoca toparse con el epílogo de un acto que de momento no se recuerda haber perpetrado. De entrada pensó que, por un descuido nada común en él, había olvidado apagar el cigarro antes de abandonar a toda prisa del departamento para su cita de las seis de la tarde; pero esta idea fue inmediatamente sustituida por otra, remplazada a su vez por otra y otra más hasta formar una cadena lógica que lo paralizó unos segundos. El fumaba Marlboro y no solía -pero claro que no- pintarse la boca, Impala era una marca de su juventud que había desaparecido del mercado décadas atrás y que nunca -¿nunca, de veras?- había probado, ningún cigarro del mundo podía permanecer prendido -consultó al reloj en la mesa de la sala- cerca de cinco horas sin consumirse, alguien lo había encendido no mucho tiempo antes de que él abriera la puerta: la misma intrusa que había exhumado de su umbrío rincón en la alacena el cenicero con el logotipo de un motel perteneciente a su remoto pasado sentimental; el mismo fantasma que había dejado como única huella de su incómoda presencia un dedo azul, delgadísimo, que apuntaba hacia arriba culpando a la lámpara de techo -la de pie era la que él había prendido al salir por la tarde, y desde su esquina arrojaba una macilenta y sesgada luz sobre los muebles de la sala- de un crimen insondable. Inquieto aunque no temeroso, accionó los otros interruptores del apartamento para desterrar una penumbra en la que sólo relampagueaba el humo casi fluorescente del cigarro; revisó recámara, estudio, clósets, baño, comedor y cocina hasta confirmar lo que de antemano sabía: nada estaba fuera de su sitio salvo el cenicero. Luego regresó a la sala, se sentó en el sofá, se llevó el Impala a los labios y le dio una calada profunda: el acre sabor del tabaco barato le inundó el paladar aunado al regusto del lipstick y a una sensación que no pudo reconocer pero que asoció con el húmedo letargo que sobreviene después de un coito rabioso. Envuelto en esa crisálida de humedad entró de puntillas al blando territorio del sueño sin sueños donde la brasa de un cigarro parpadeó toda la noche, iluminando a intervalos más o menos regulares una boca que rodeaba frenética un oscuro símbolo fálico.
La segunda vez que vio el Impala encendido fue al día siguiente: la misma posición, el mismo pálido rastro de lápiz labial, el mismo viejo cenicero que la mujer de la limpieza había lavado y devuelto a su lugar por la mañana, el mismo dedo admonitorio apuntando al techo entre las sombras de la sala alteradas únicamente por la luz de la lámpara de pie, el mismo estupor seguido de un veloz manoseo de interruptores y un registro del apartamento aderezado de una mínima dosis de pánico que culminó de nuevo en el sofá, de nuevo con el ineludible gesto de llevarse el cigarro a los labios y darle una honda calada que en un santiamén lo depositó en su más temprana adolescencia. Ante sus ojos atónitos comenzaron a desfilar, como emitidas por una moviola un tanto temblorosa, imágenes relacionadas con su iniciación en los ritos siempre impalpables del tabaco: el acertijo sin respuesta que para él representaba el camello de perfil en la cajetilla de Camel, primera marca elegida entre los rescoldos de una absurda pasión infantil por Egipto y sus esfinges impávidas; el primer cigarro fumado a escondidas en un lote baldío cercano a la casa paterna y los primeros carraspeos, las primeras flemas arrojadas a una espesura que vibraba con el vuelo invisible de mil insectos estivales; la primera polución nocturna debida a un sueño donde él, encarnando al émulo de Dick Tracy que es el emblema inamovible de Faros, oteaba desde su atalaya el paraje marítimo de la cajetilla sólo para descubrir un barco en cuya proa viajaba una mujer desnuda, sin facciones, que lo llamaba con un lánguido ademán en el que brillaba como un sol minúsculo la punta de un cigarro; la experimentación con diversas marcas cuyos slogans acompañaron las primeras incursiones en los terrenos untuosos del onanismo: Baronet ("Porque me gustan"), Kent ("Los únicos con el exclusivo filtro Micronite"), Viceroy y un melancólico etcétera de humo que más tardó en intentar domesticar su garganta que en evaporarse. Luego la preparatoria, las colillas escondidas en un tubo de desagüe de la casa paterna que en época de lluvias provocaron que el balcón de su cuarto se inundara revelando -palabras airadas de su madre- su vicio secreto, los tímidos flirteos con alumnas de otras escuelas amparados por lo general tras una evanescente cortina gris, los amigos que se mofaban de él porque aún no había aprendido a dar el "golpe" al cigarro y eso indicaba que quería pasarse de listo pero con ellos no lo lograría, los estrechos cines que exhibían cintas pornográficas de títulos más hilarantes que seductores y en los que uno podía -o, mejor, debía- fumar para mitigar un poco la irrespirable aleación de semen y telas viejas, la súbita inclinación por los Raleigh originada por la lectura de una pequeña biografía del caballero inglés; inclinación de la que no pudo deshacerse sino hasta años recientes, luego de haber leído en alguna parte la noticia de un suicida del Metro que había olvidado en el andén un portafolios con varios objetos, entre ellos una cajetilla de cigarros de su marca predilecta. Al llegar, sin embargo, a su primer semestre en la facultad de diseño, la moviola pareció atascarse; el cuadro con él a punto de entrar a una ciclópea cafetería universitaria se detuvo y empezó a quemarse del centro hacia los bordes como una película proyectada en un añejo cine de barrio, regresándolo abruptamente -más exhausto que intranquilo- a la sala del departamento que se diluyó tras el humo exhalado por el cenicero. Esa noche soñó con un cuarto de motel cuya asfixiante penumbra era interrumpida por el parpadeo de un televisor que transmitía sin parar, desde una enorme distancia a juzgar por lo opaco que sonaba el jingle, el mismo anuncio: "De cigarro a cigarro... Se impone Impala". A la incierta luz catódica se distinguía un lecho salpicado de manchas oscuras; las sábanas revueltas causaban de algún modo una sensación de violencia recién consumada o casi por consumarse, y entre ellas yacía bocarriba una mujer desnuda, el rostro oculto bajo una almohada, que ofrendaba los pechos a la mano que de pronto irrumpía en escena con un cigarro a medio fumar.
La tercera vez que vio el Impala encendido le vino a la mente de inmediato un nombre que, al pronunciarlo en voz alta en la lúgubre quietud del apartamento, se deshizo en dos sílabas humeantes, dos aros perfectos y azules que bogaron unos segundos entre las sombras: Dia-na. Estupefacto, sin pensar siquiera en emprender su ceremonia de interruptores, se dejó caer en el sofá alumbrado por la lámpara de pie, presa de una lasitud de la que por un instante creyó que jamás saldría. Algún resorte inconsciente hizo que sus dedos -lentísimos- se desplazaran hasta el cenicero, que su boca -adormecida- diera una calada al cigarro, que sus ojos -entrecerrados- recuperaran la imagen que el día anterior se había atascado en la moviola del recuerdo. Ahí estaba él, flamante alumno de diseño, entrando a una ciclópea cafetería universitaria en uno de los descansos entre clase y clase, dirigiéndose a la barra para comprar un refresco y un bisquet, buscando con la mirada una imposible mesa vacía. Y ahí estaba Diana, una de sus compañeras con la que apenas había cruzado unas frases; o más bien la mano de Diana aleteando entre la multitud matutina para llamar su atención, el rostro blanco de Diana recibiéndolo con una sonrisa donde brillaba un tenue vestigio de lápiz labial, los pechos generosos de Diana insinuando la ausencia de sostén a través de la delgada tela de una blusa sobre la que se derramaba una copiosa cabellera de ébano. Ahí estaba él, huraño como siempre, intentando concentrarse en vano en su desayuno tardío, escuchando con mayor interés del que hubiera deseado el ronco soliloquio de Diana sobre las ventajas de ser diseñador, recordando las historias que la ubicaban entre los mejores y más fáciles acostones de la facultad. Y ahí estaba ella, insólita y astuta como siempre, intentando en vano contener la risa al darse cuenta que él no daba el "golpe" al fumar, sacando de su bolso una cajetilla de Impala para prender un cigarro tras otro y exponer -durante más de media hora- los tersos secretos del tabaco. Ahí estaba él, mascullando una invitación al cine que ella aceptaba con una repentina brasa al fondo de los ojos que hacía estremecer imperceptiblemente ese azul donde las pupilas parecían naufragar como antiguas monedas. Y de pronto, sin ningún aviso, ahí estaba la vorágine a la que él se había entregado a lo largo de dos meses que su memoria no había logrado bloquear después de todo: la lengua de Diana exploraba su oído y su boca a la trémula luz de un filme de Catherine Deneuve, la mano de Diana reptaba hacia su bragueta sin mayores preámbulos una vez cerrada la puerta del cuarto número seis del motel en las afueras de la ciudad que acogería sus coitos explosivos, el vello púbico de Diana se enroscaba entre sus dedos como oscuras hebras de tabaco, el torso y la espalda de Diana se volvían el feroz campo de batalla donde empezaban a aparecer diminutas cicatrices que a él lo hacían pensar en quemaduras de cigarro y que ella se negaba a explicar con una sonrisa que se mantenía en su sitio aún al cabo de una furiosa felación, las facciones de Diana empalidecían con el paso del tiempo y se recargaban de un inusitado maquillaje que no podía ocultar la ocasional cicatriz semejante a las que sus blusas escondían, la llorosa madre de Diana disculpaba por teléfono las cada vez más frecuentes faltas de su hija a la facultad y las atribuía a una ambigua dolencia infantil que había regresado intempestivamente, el restirador vacío de Diana era ocupado una tórrida tarde por un bolso y un bloc anónimos. Ahí estaban, implacables como siempre, los rumores: Diana se había visto involucrada en una enfermiza relación con un maestro casado que le doblaba la edad y del que se sospechaba cierto lejano background sadomasoquista que incluía a jóvenes de ambos sexos; no, en realidad ya se había acostado con media escuela de diseño y había partido en busca de nuevas braguetas; no, la verdad era que uno de sus amantes era un alumno del último semestre de arquitectura que había sido expulsado días atrás por un turbio enredo de cocaína; no, se había dejado seducir por un extraño para emular violentamente a la Diane Keaton de Looking for Mr. Goodbar; no, su arrogancia la había llevado a rentar un apartamento frente a la universidad sin decir nada a nadie para ver -triste remedo del Wakefield de Hawthorne- cómo era el mundo en su ausencia; no, había salido del país con su madre -que ya nunca contestaría las llamadas- en pos de un padre que la había abandonado cuando ella no era aún la Diana que todos conocieron, la Diana de los eternos Impala, Diana, Diana, Dia-na.Ahí estaba él, más de veinte años después, hundido en una memoriosa penumbra de la que emergió para enfrentarse con el dedo incriminatorio tejido por un cigarro que aplastó con brusquedad. Supo lo que debía hacer en seguida cuando vio, a través de una súbita bruma que se espesaría minuto a minuto, el logotipo del motel impreso en el cenicero hurtado una noche distante junto a un borroso número de teléfono que pudo descifrar y marcar no sin cierto temblor de anticipación. La voz al otro extremo de la línea -"Motel Habano, a sus órdenes"- le confirmó un rendezvous programado por fuerzas ignotas entre las tinieblas de su pasado. Tomó las llaves del auto, salió con cautela del departamento; el viaje de media hora a las afueras de la ciudad transcurrió contra una estática de fondo producida por una estación mal sintonizada entre la que pareció sonar el viejo aunque íntimo jingle de un anuncio de cigarros. El motel había cambiado poco: quizá una o dos manos de pintura pero ahí estaban las pequeñas palmeras artificiales, ahí esa suerte de luminosa decrepitud teñida de neón que lo había hechizado durante dos remotos meses. A pesar de la bruma que lo envolvía, entorpeciendo sus movimientos, recordaba el ritual al pie de la letra: cuarto seis, el último del primer corredor débilmente iluminado por lámparas infestadas de mosquitos, la tibia llave unida a un hexágono de plástico verde con el emblema del motel -un puro humeante- grabado en trazos dorados. Abrió y cerró la puerta de la habitación con lentitud, permitiendo que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad perturbada por el nervioso parpadeo de un televisor que alguien había dejado sin volumen. Encima del lecho recién destendido -el aire estaba impregnado de un fuerte aroma a almidón- había un cenicero en el que un Impala se deshilachaba, mágico, olvidado de momento por quien estuviera en el baño, bajo cuya puerta cerrada se colaba una esquelética franja de luz acompañada de algo parecido a un ronco canturreo.–¿Diana? -murmuró él, soltando las sílabas como aros azules en la quietud catódica.
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F. Yenny Perez
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